miércoles, 11 de febrero de 2009
- No, Montse, tú no vendrás-, le dijo Roger después de pensárselo unos segundos.
Eran cerca de las siete de la tarde y estaban en un bar situado cerca de la casa de Lorena, donde Roger estuvo hablando con Fina y Julia -madres de Lorena y Eva, respectivamente. Ellas se habían mostrado de acuerdo en acompañarlo a casa de los padres de Sandra para pedirles dinero. Y allí, Montse también quería ir.
- Así las conoceré personalmente...- reforzó ella su argumento, pero Roger no accedió a la petición.
La sargento Anna Recasens, desde un coche camuflado de los Mossos, les había estado vigilando durante las últimas horas. Veinte minutos más tarde cuando les vio salir del bar cogidos de la mano y mirándose a los ojos de esa manera tan cálida, intuyó cómo rematarían el día. No se equivocó.
Roger había ido a casa de fina bastante turbado por la naturaleza del asunto que tenía que plantear: sus sospechas de que las chicas no habían muerto sólo a manos de Héctor. Y también les tenía que pedir que le acompañaran a casa de Sandra para pedir a sus padres que se hicieran cargo de los gastos ocasionados de una investigación paralela que pretenían iniciar.
La grandeza del encargo y el hecho de que había muchas fotografías de Lorena colgadas de la pared y sobre el mueble, le abocaron a un estado de desánimo que él mismo no habría apostado ni una peseta por el éxito de la empresa. Aun así, consiguió convencer a las mujeres para que llamaran a Teresa Fortuny y quedaron con ella para el día siguiente. Les comunicó que tenía elementos de peso para dudar de la versión oficial de los crímenes, pero se guardó mucho de no decirles nada de la autopsia de Sandra. En cuanto a los pendientes encontrados en Scala Dei, se limitó a enseñárselos y les preguntó si los reconocían. Como la respuesta fue negativa, no les reveló la procedencia.
La única objeción a la propuesta de Roger, y todavía muy ténue, salió de la boca de Fina cuando le preguntó que si Montse era de fiar y no les metería en ningún lío. En este punto Roger fue categórico:
- Yo respondo por ella, además de que es una gran profesional, sabe tener la boca cerrada- les aseguró.
Respecto a los padres, como el de Lorena había ido a Polonia a llevar naranjas y el de Eva estaba en Bélgica transportando muebles, Roger les pidió a las madres que no les dijeran nada por teléfono. Ya hablarían cuando ellos llegaran a casa. De todas maneras, tanto Fina como Julia estaban seguras de que los maridos no encontrarían ninguna objeción a lo que ellas hubieran decidido.
- Gracias por todo, Roger- le dijo Julia como despedida. Durante buena parte de la conversación, ella y el chico habían estado cogidos de la mano para infundirse coraje mutuamente.
¡Qué calvario el de aquellas muejeres! Siempre solas en casa sin nadie con quien compartir la angustia. Y cuando estaban los maridos, tenían que vigilar no mortificarlos. Ellos trabajaban desde la mañana a la noche al volante y conducir un trailer con la cabeza así... Y ellas, dentro de lo malo, podían dar gracias todavía: la gran mayoría de matrimonios que sufrían una tragedia como la suya finalmente se separaban, ya que, en el fondo, cada uno culpaba al otro.
Los Castro vivían en un gran chalet, rodeado por un jardín inmenso, en la Avenida del Presidente Tarradellas, en Torreforta.
En la otra parte de la calle había una urbanización con setecientos adosados y, a continuación, la tienda de Baobab. El terreno donde estaban los adosados pertenecía antes a los padres de Teresa, pero el yerno, Antonio Castro, hizo una jugada maestra con él. Nada más que consiguió la recalificación de los terrenos: de rústico a urbanizable. En compensación, los suegros regalaron al municipio las parcelas donde se encontraban las piscinas, el parque infantil y el Pabellón Cubierto.
Además, hicieron donaciones en metálico a las diferentes asociaciones culturales que había entonces en Torreforta. Esta política fue continuada por Antonio Castro cuando tomó las riendas del negocio.
Igualmente, aunque Eva y sus hermanos estudiaban en el Instituto Británico, en Reus, todas las actividades deportivas las practicaban en los clubes del barrio. Eran una familia bien afianzada en Torreforta y gozaban de la simpatía y afecto populares.
Cuando Roger y las madres llamaron a la puerta del chalet, una sirvienta les abrió y les invitó a pasar. Era una chica de unos veinte años, rubia y con un marcado acento eslavo. Teresa Fortuny les recibió en el salón. Iba en albornoz y besó a Julia y a Fina. A pesar de todo, estas dos últimas percibieron que el ama de casa se había propuesto marcar las distancias. Con Roger encajó y en seguida les invitó a tomar asiento.
La sirvienta de antes volvió a entrar en la sala cargada con una bandeja y tazas, una cafetera, una tetera, rodajas de limón, azúcar, un recipiente con leche y galletas variadas. Preguntó las preferencias de cada una, les sirvió y se marchó.
- No sacaréis nada de martirizaros. A nosotras nos ha pasado lo peor que le puede pasar a una madre, pero por mucho que hagamos ahora, nadie nos devolverá a nuestras hijas. Yo sé cómo os sentís estos días. Y como lo sé, sólo os puedo pedir resignación y que confiéis en la justicia- intervino Teresa con semblante apesadumbrado y voz un poco rota. Eso fue después de que Julia le dijera que, según el papel de Roger y de ellas, no se estaban llevando correctamente las investigaciones sobre la muerte de Eva y Lorena.
Fina tomó el consejo de la madre de Sandra como la peor de las bofetadas y no pudo dejar de replicarle:
- Muy bien, nos resignaremos cristianamente! Y mientras tanto, los asesinos de nuestras hijas, y puede ser de la tuya, que continúen libres y que no se priven de violar y de matar a todas las mujeres que les vengan en gana.
Teresa tuvo un principio de convulsión y alargó el brazo para coger una campanita que tenía sobre la mesa.
- Espere un momento, señora Teresa!- le pidió Roger.
El periodista ya hacía rato que se temía una reacción de huida como aquella. El estado de fragilidad mental que reflejaba la mirada de la madre de Sandra, y todo su posado en general, le habían permitido presagiarla. Consecuentemente, estaba preparado para cortarle la retirada. Se sacó del bolsillo un pequeño estuche de joyería, lo abrió y le mostró el contenido.
- ¿Reconoce estos pendientes?- le preguntó.
- ¿De dónde los has sacado?- se mostró vivamente interesada Teresa, que cogió uno con cada mano-. Eran de mi Sandra- confirmó, mientras dos lágrimas empezaban a caerle por las mejillas.
- Han llegado a mis manos porque los que tienen el deber de buscar con los cinco sentidos no se han esforzado bastante- pontificó Roger, que había intuido que era el momento de mostrarse inflexible.
- Se los regaló mi madre el día que ella prometió que seguiría la tradición femenina familiar y estudiaría farmacia- les reveló Teresa. En seguida empezó a pasarse los pendientes tiernamente por las mejillas-. Sandra era su nieta preferida, la niñita de sus ojos. Cuando Héctor la mató, también puso fin a la vida de mi madre; tres meses nada más la sobrevivió. Murió de pena, os lo juro!
Teresa Cases, la madre de Teresa Fortuny, había sido una de las primeras mujeres farmacéuticas de Cataluña. De bien joven, consiguió la titularidad de la farmacia de Torreforta, que después pasó a la hija. En la actualidad, Teresa todavía era la titular, pero hacía tres años que no se acercaba para nada y tenía contratados a dos farmacéuticos.
Los tres visitantes se quedaron mirándose y sin saber qué decir. Teresa lloriqueaba.
- Teresa, si nosotros...- dijo Julia finalmente, pero la otra ya se estaba reponiendo.
Se sonó la nariz y les pidió perdón. Ya era la segunda vez que alguien le llevaba pendientes de Sandra a casa. Anteriormente había sido la policía. Pero eso no se lo dijo: esa parte de la pena era privativa suya y así quería que continuara.
- Daos cuenta que desde que han encontrado los cuerpos de Eva y Lorena sólo voy hacia adelante gracias a los tranquilizantes. Si antes os he dicho que sé cómo os encontráis, es porque estos días he revivido en todo su dramatismo la desesperación que sentí hace tres años.
Fína tomó la palabra para decirle que ella y Julia no habían dudado nunca que el sufrimiento de las tres familias había sido siempre solidario.
- Y si no fuera porque tú eres la única persona que nos puedes ayudar en estos momentos, no habríamos venido a hacerte pasar un mal rato, créetelo- le añadió.
- Realmente sin este dinero es imposible realizar unas pruebas que nos puedan aclarar algunos de los puntos más oscuros del proceso- remató Roger.
Él había apuntado la cifra de dos o tres millones de pesetas, aunque con quinientas mil ya se podían poner a trabajar.
- Contad, entonces. Esta noche hablaré con mi marido y mañana os llamaré- fueron las últimas palabras de Teresa referidas al caso. Por cierto, a Roger le pareció notar un poco de acritud cuando ella mencionó al marido.
Al irse la visita, Teresa Fortuny dio unas instrucciones muy concretas a la sirvienta: no estaba para nadie, ni personalmente ni en el teléfono. Después, con los ojos muy brillantes y teniendo que sonarse la nariz continuamente, se entretuvo en repasar los álbumes fotográficos familiares. Buscaba alguna instantánea donde apareciera Sandra con los pendientes de esmeralda. Finalmente, encontró una en la que, además estaba la abuela.
Ya era casi la hora de cenar cuando se decidió a guardar los pendientes dentro de la caja fuerte, en compañía de las otras joyas de Sandra, que inevitablemente volvió a mirar y a remirar, como había hecho con las fotos. Con este propósito, se dirigió al dormitorio conyugal y apartó el cuadro que ocultaba el emplazamiento de la caja. Ahora bien, estaba un poco nerviosa y todo era manipular el botón a la derecha y a la izquierda y no conseguía abrirla.
Después de unos cuantos intentos consideró que debía estar confundiéndose con la combinación y decidió comprobarlo. Con esta finalidad se dirigió al despacho y abrió el cajón derecho del escritorio. No estaba la agenda que buscaba, pero sí que estaba la pistola de su marido. Maldita manía persecutoria que tenía desde que su padre, el padre de Teresa, había aparecido en aquella lista nefasta... Con estos pensamientos cerró el cajón y abrió el de la izquierda. Allí estaba la agenda donde Castro le había apuntado la combinación de la caja fuerte por si alguna vez se le olvidaba.
Miró el número y le pareció que era el mismo que ella había marcado con anterioridad. Volvió al dormitorio, pues, y lo marcó de nuevo. Sin ningún resultado. Entonces desistió y puso bien el cuadro. Miró muy bien que quedara recto. Se guardó los pendientes en el bolsillo del albornoz.
Unos minutos más tarde llegó el marido a bordo de su flamante BMW 750i. El chofer paró el coche delante de la casa y el guardaespaldas, que estaba en el asiento del copiloto, bajó en seguida para abrirle la puerta al patrón. Éste salió y se dirigió hacia la puerta de la casa, acompañado en todo momento por el otro. Después de abrir la puerta y comprobar desde la entrada que estaba todo en orden, Antonio Castrro despidió hasta el día siguiente al guardaespaldas, que le hizo un gesto de acatamiento antes de cerrar la puerta y marcharse.
Habiendo cenado ya, el matrimonio Castro-Fortuny y sus dos hijos, de quince y diecisiete años respectivamente, pasaron a la sala de televisión. Hacia las once de la noche los chicos besaron a los padres, les desearon buenas noches y se retiraron.
Teresa estaba sentada en el sofá y tenía cara de desesperación. Pero también de rabia contenida.
- No he podido abrir la caja- dijo secamente.
Su marido, sentado en una butaca de cara al televisor, estaba absorto comprobando las cotizaciones de la Bolsa en el teletexto y no le respondió.
- ¿Me oyes? No he podido abrir la caja fuerte!- repitió ella, ahora con indignación.
- He cambiado la combinación- le aseguró su mardio sin dignarse en mirarla.
Ella le preguntó el por qué y él le dijo que lo había hecho por seguridad, ya que no se fiaba del servicio.
- ¡Ya está bien!- alzó ella el tono de voz, impulsiva-. No poder disponer de mi dinero cuando me dé la gana!!
- No grites- la cortó él, severamente-. Dime cuánto necesitas y te lo daré.
Dicho esto se trajo un fajo de billetes del bolsillo.
- No creo que lleves suficiente encima- dijo la mujer.
- ¡Ah no?!- dijo él-. ¿De qué se trata?- quiso saber.
- Esta tarde me han venido a ver...
Cuando Teresa acabó de decírselo, Antonio le dijo que si era por Sandra, él se haría cargo de todo: no quería que ella se gastara ni un céntimo de lo suyo. Así quedaron.
Diez minutos más tarde, mientras Teresa estaba en la cocina cogiendo un vaso de agua para tomarse el barbitúrico, sintió un clic la mar de sospechoso. Por si eso no fuera bastante, cuando entró al dormitorio se dio cuenta que el cuadro que disimulaba la caja fuerte estaba de lado. Quimerosa, se acercó en silencio hacia la puerta del despacho y le pareció que su marido guardaba algo en los cajones del escritorio. De puntillas para no ser descubierta se fue a la habitación y se sentó en la cama, sin saber bien qué pensar:
- Ya te he apuntado en la agenda la combinació nueva- le dijo Antonio Castro cuando llegó un minuto después.
Manel Joan i Arinyó, "El cas Torreforta"
1 besazo =)
Ya dije yo que no me gustanban los padres de Sandra... voy a por los siguientes!!!