“Última llamada para los pasajeros del vuelo AI 472 con destino a Granada; embarquen por la puerta número 3. Last call for the passengers…” Había llegado la hora. En sólo unos minutos ya estaría en el aire, en los inicios de una gran aventura. Había esperado dos años para poder cubrir la información del mundial de esquí de Sierra Nevada. Conocer Granada siempre había sido uno de mis sueños dorados; había estado a punto de hacerlo muchas veces, pero cuando todo parecía ya preparado el destino se imponía entre ella y yo una y otra vez.
Hmm… Granada. Ciudad monumental, de raíces árabes. Granada. “Será interesante conocer la Granada histórica y la Granada moderna, comparar la ciudad cristiana con la musulmana”, me dije mientras se anunciaba ya que empezaría el aterrizaje. Me abroché el cinturón con las manos temblando, mientras dejaba que mi mente volara libremente, planeando lo que haría en el tiempo libre que me dejara la competición.
Bajé las escaleras del avión lentamente, llenando mis pulmones con aire andaluz, admirando a cada paso la ciudad maravillosa que se abría delante de mis ojos, allá en el fondo. Casi sin tiempo para recoger el equipaje volví a la realidad. Besos, abrazos, caras alegres… mis compañeros de vuelo emanaban felicidad de ver de nuevo a sus amigos, sus familiares. A mí, en cambio, nadie me esperaba, nadie estaba deseando verme. Comprendí que no tenía que hacerme tantas ilusiones, que aquel viaje era como cualquier otro, un viaje de trabajo y que así tendría que aceptarlo.
Una hora más tarde ya estaba al comedor del hotel, esperando la cena mientras observaba detalladamente el exquisito gusto con que había sido decorado con motivos árabes. Aquella habitación tenía un encanto especial, tenía el embrujo de las grandes construcciones islámicas. Y me di cuenta de que el mundo árabe era mi punto débil y que, posiblemente, había nacido en la época equivocada.
Ya era tarde y la cena había tenido tiempo de llegar a la parte más baja del estómago. Los segundos, los minutos pasaban irremediablemente, pero a mí no me importaba; todo me daba igual. Llevaba allí más de dos horas abocada en el balcón de la amplia habitación que tendría que compartir con una periodista de la televisión estatal sueca, una periodista que, como yo, había ido a Granada sólo a trabajar. Al menos, eso era lo que quería hacer creerme a mí misma. Yo sabía que si me interesaba por las reminiscencias árabes que todavía quedan en gran número en Granada, entraría en un torbellino del que no podría salir. No podía implicarme demasiado con la ciudad, era una cuestión personal…
Pero no podía apartar mis ojos de la gran Alhambra, que emergía iluminada en medio de una ciudad que aún no conocía pero que me parecía maravillosa, única. El sueño estaba ya haciendo impacto en mí y decidí acostarme; al día siguiente tenía que madrugar y se me estaba haciendo demasiado tarde. Yo era toda una profesional y aunque me encontrase encantada en aquella ciudad que me hechizaba, mi única función allí era informar, seguir la competición y narrar las incidencias del mundial. Nada más. Tenía que imponerme a aquella fuerza que me impulsaba a ir más allá.
Las ocho de la mañana ya habían llegado y tenía que levantarme, aunque no tenía ningunas ganas. Mi compañera de habitación, con la que no había podido cruzar palabra porque ninguna de las dos entendíamos a la otra, se había marchado ya. Estaba en el comedor, como el resto de informadores y periodistas que allí nos alojábamos. Había un gran guirigay: todos comentaban, todos reían, todos estaban de buen humor.
Los primeros días de competición fueron gélidos en las altas cimas de Sierra Nevada y llegaron las primeras sorpresas en cuanto a aspectos deportivos se refiere. Algunos de los favoritos ni tan siquiera conseguían medallas y, los competidores más desconocidos para el gran público, se convertían en estrellas mundiales.
Había pasado ya la primera semana y mi vida en Granada era monótona y estrictamente profesional. Todo era muy diferente a como yo lo había pensado. Pasaba mi tiempo libre paseando desconcertada siempre por las mismas calles, mirando la Alhambra como quien piensa en un sueño inalcanzable, comentando la jugada con cualquier periodista español que me saliera al paso o hablando con los empleados del hotel. Todo corriendo. Todo normal. Nada del otro mundo.
Aquella noche miré otra vez al cielo andaluz pensando que tendría que hacer alguna cosa diferente. Quedaban sólo unos pocos días de competición y no podía marcharme de Granada como si nada, como si no hubiera estado nunca. Granada había sido mi sueño desde que era bien pequeña, y nadie, ni siquiera el trabajo, tenía derecho de imponérseme en medio. Tomé una firme decisión: tan pronto como pudiera iría a visitar la Alhambra, como una simple turista, como una persona normal, olvidando toda la significación que para mí tenía aquel edificio, olvidando todo tipo de sentimentalismos.
Al día siguiente la jornada del mundial se me hizo eterna, parecía como si no tuviera intención de acabar nunca, como si el destino quisiera ponerme un nuevo obstáculo. Aquel día no comí; la ansiedad pudo más que el hambre y a las dos del mediodía ya estaba comprando mi billete de entrada en la taquilla. Pensaba que llegando pronto podría disfrutar de aquella maravilla sin aglomeraciones de gente, pero nada más lejos de la realidad… Tuve que hacer cerca de media hora de cola en la taquilla.
Crucé la puerta de entrada consciente de todo lo que había significado aquel edificio para el mundo árabe, de las importantes decisiones que se habían tomado dentro de aquellas ornamentadas paredes. Allí había mucha historia. Todo estaba lleno de gente, de gente alucinada por la belleza de aquellos monumentos. El tiempo pasaba mientras yo paseaba, con pasos de hormiga, mirando a un lado y al otro. Posiblemente, aquella experiencia no se volvería a repetir y no quería perderme detalle. Una vez más, Granada me había hecho aislarme de todo, me había hecho perder la noción del tiempo y del espacio. Continué con mi visita, ajena a todo y a todos y, de repente, me encontré delante del patio de los “Arrayanes”. Desde allí, sentada desde una de esas sillas que había alrededor, se podía contemplar la llamada torre de Comares, una de las más famosas de todo el recinto y se podía sentir la paz que da escuchar el ruido del agua que cae. Allí, delante de un estanque donde incluso había peces de colores, el mundo se sentía diferente, se sentía un mundo tranquilo, silencioso, sin problemas.
Cerré los ojos y dejé que mi mente volara. Imaginé que yo era una de esas princesas musulmanas y me imaginé cómo sería la vida allí en el siglo XIV y, de pronto, volví al mundo real y decidí apresurarme. Todavía tenía que admirar muchas cosas. Cuando abrí los ojos ya no había nadie en frente de mí, ya no había turistas, ya no se oía el guirigay de la gente. Ahora sí que era verdad que aquel era un mundo aparte.
El cerebro me envió una orden inmediata: tenía que ir a la puerta. Ya eran las siete de la tarde y la visita acaba
ba a las seis! Corrí tan rápido como pude. Crucé arcos y jardines. Atravesé el Patio de los Leones, el Palacio de Carlos V, la Alcazaba y el Salón de Embajadores. Pero llegué tarde. No encontré a ninguno. Volví sobre mis pasos con un cierto aire de decepción, mientras pensaba que tendría que pasar allí la noche, que nadie me había avisado de que era la hora de cerrar. Pero, en realidad, mi corazón estaba contento, muy contento. Eso era lo que siempre había deseado: visitar la Alhambra a solas, sin nadie que estorbara, sin que nadie te dijera “aquí no puedes pasar”, “esta sala está en obras” o cualquier cosa por el estilo.
Ahora sí que era verdad que la había hecho bien gorda. Tenía toda la Alhambra para mí sola. Después del susto inicial, decidí disfrutar de la situación. Me busqué un rincón especialmente tranquilo, un lugar donde se pudiera contemplar la ciudad y el barrio del Albaicín. Me senté en un banco de madera estilo rústico y me dormí plácidamente, como nunca lo había hecho antes.
Un fuerte ruido de espadas me despertó repentinamente. Fui al lugar de donde provenía i contemplé un espectáculo que yo creía muerto desde hacía cinco siglos. Allí, en aquella pequeña habitación oscura, escondida y con escasas muestras del arte musulmán que consiguió su zénit en aquel mismo edificio donde nos encontrábamos, apareció delante de mis incrédulos ojos un hombre de apariencia medieval, de poblada barba y túnica roja hasta los pies, que profería fuertes gritos en nombre de Alá. En frente de él, otro, bajo, con un poco de melena y el escudo de las coronas de Castilla y Aragón en su ropa. De pronto, el silencio fue de nuevo absoluto, porque ambos intuyeron mi presencia. Tanto uno como otro se quedaron un poco parados, como sorprendidos, y después se presentaron ante mí, dejando para después su interesante combate:
- Buenas tardes, bella dama. Soy el espíritu de Boabdil, príncipe de estas tierras que mis antepasados hicieron prósperas y que este villano cristiano quiere arrebatar a mi pueblo. Un pueblo que, con esfuerzo y sacrificio ha conseguido salir adelante, dejando atrás los problemas i revueltas que el ejército de este ciudadano innoble han provocado.
Me quedé verdaderamente alucinada. ¿Quién podía creer aquello que yo estaba sintiendo? Boabdil! Boabdil murió hace casi 500 años…
- Y yo soy Fernando II de Aragón, que sólo intenta conquistar para los estados cristianos lo que es de los estados cristianos. Estas tierras han sido musulmanas durante demasiado tiempo y ya es hora de que vuelvan a las manos de donde no debían haber salido nunca.
- Sí, ya y yo soy el Cardenal Cisneros, dije yo con un aire de ironía e incredulidad.
Dicho esto, los dos hicieron un gesto de continuar con la batalla que habían protagonizado unos cuantos siglos atrás, pero me puse en medio con tal de impedirlo.
- ¿Por qué tendría que creeros?, pregunté.
- Es cuestión de fe.
Aquella enigmática respuesta me hizo pensar durante unos momentos. Después, decidí aprovechar la oportunidad que el destino me ofrecía para conocer de cerca una parte importante de la historia de nuestro país. La historia nunca se me había dado bien en el colegio, aunque el tema que tratara de los árabes siempre me lo había sabido de maravilla.
Pasé toda la noche hablando con tan peculiares personajes. Fue muy divertido. El castellano del siglo XV que utilizaba Fernando hacía interesante la conversación, mientras cada vez que intervenía Boabdil, su marcado acento árabe provocaba mis risas, que se sentían por todo el recinto. El mismo Boabdil me mostró las que habían sido sus habitaciones privadas, el dormitorio, la sala donde se reunía con los jefes militares de su ejército… Todo aquello era muy extraño, parecía como si los dos hubieran olvidado que eran enemigos, que estaban luchando por contar a Granada entre sus territorios. De repente, tanto Boabdil como Fernando dejaron a un lado sus diferencias religiosas, morales y políticas.
- Lo sentimos, pero tenemos que dejarte, dijo con cierta pena Boabdil. – La llegada de un nuevo día se acerca y tenemos que escondernos. Una nube de turistas interrumpirá nuestra particular batalla.
- Puedes volver cuando quieras, te estaremos esperando, dijo el rey cristiano.
Los dos desaparecieron en medio de una gran humareda, mientras yo aún me preguntaba si estaba soñando o si aquello había sido real. En cualquier caso, mi deseo más alto, conocer la Alhambra, ya se había cumplido y eso era lo que verdaderamente me importaba. Lo que pasó después fue nada más que una anécdota de las muchas que, sin duda, esconde la ciudad encantada de Granada.
Salí corriendo hacia la puerta y uno de los porteros, al verme, abrió los ojos como platos. La sorpresa para él fue enorme, ya que nunca le había pasado que alguien se quedara dentro del recinto toda una noche. El hombre fue muy amable y me informó de que tenía derecho a presentar una reclamación por el perjuicio que todo aquello podía haberme causado. Se le notaba preocupado y avergonzado, pero la expresión de su cara cambió cuando le dije que dejarme allí encerrada era lo mejor que había podido hacer en su vida.
- Seguro que usted no me entiende, pero ahora mismo soy la mujer más feliz del mundo, afirmé con una buena dosis de alegría y orgullo.
El reloj marcaba ya casi las diez.
- La ceremonia de clausura del mundial! Lo había olvidado por completo.
Afortunadamente, llegué a tiempo e hice la retransmisión más feliz de toda mi vida. Como yo esperaba, el de Granada había sido un viaje muy especial.
Estaba haciéndose ya de noche e hice la maleta apresuradamente. Me asomé al balcón del a habitación por última vez y sentí que alguien me estaba observando. Un par de horas m
ás tarde, estaba ya en el aire. No quería perderme detalle de la última imagen que me llevaría de Granada: la Alambra, iluminada, bajo mis pies mientras un par de espadas relucientes en medio del cielo despedían a una pasajera que nunca se olvidará de aquella noche.
(Este relato es obra de mi hermana y lo escribió hace ya 14 años... Espero que os guste tanto como a mí y que lo disfrutéis. Y si no habéis estado en Granada, es una ciudad mágica y, realmente, merece la pena visitarla).
Me ha gustado muho tu blogg, pero he leido lo ultimo que se ve en la agina y he descubierto que eres diplomada en turismo!!!!
ay eso es genial, y vieras con quenostalgia lei tus recuerdos, que fue como si fueran los mios propios.
Yo tambeien soy licenciada en turismo y me he graduado hace muy poco.
QUE LINDA CARRERA LA NUESTRA.
Un beso!!
Ana
La verdad es que Granada es una ciudad preciosisima....yo fui una vez...en el viaje de fin de curso de 3º de BUP, hace ya casi 24 años....y me encantó...me encantaron sus calles, la Alhambra me enamoró locamente....es preciso todo
Pero este relato me ha gustado y mucho. Por cierto, como es que tu hermana siendo tan buena gallega escribe sobre la Alhambra? tenia que haber escrito sobre la Muralla de Lugo o la Catedral de Santiago.... sin coments...jajajaj, se lo perdono...
Buiquiños!!!
Ya sabes, hay que animarse poco a poco y salir del pozo, que pronto pasará esto y la felicidad volverá a nuestras vidas...
Cuidate mucho, un besazo!!!