El amanecer se insinuaba levemente cuando Roger saltó el muro del jardín. Bordeándolo, pasó agachado por el lado de cuatro coches y fue a esconderse en el lateral izquierdo de la casa, muy cerca de la puerta del garaje. Si quería entrar, se tendría que enfilar en una ventana del primer piso.
Ya se preparaba cuando un ruido hizo que se quedara quieto. La puerta principal de la casa se había abierto y salieron cinco hombres de mediana edad. Uno era el cirujano. Los otros, le pareció reconocerlos, pero no estaba plenamente seguro.
- Es dura de pelar, eh?- escuchó que comentaba uno de ellos.
- Estas son las buenas!- le respondió un compañero.
- Yo estoy seguro que si hubiéramos traído el perro, nos lo hubiera dicho todo- apuntó otro.
- O lo capo, aunque últimamente está de capa caída- dijo Rovellat y todo el mundo le rió la gracia.
"Hijos de la gran puta!", les dijo con la mirada Roger que, preso por un odio inmesurable, tenía que hacer esfuerzos para que no le descubrieran.
Se les notaba exultantes de satisfacción y de tanto en cuanto se ponían la mano en la entre pierna para colocarse bien el paquete...
El grupo se dirigió a los coches. Cuando pasaron por delante de la puerta del garaje, Rovellat la accionó mecánicamente con el mando a distancia. Después se despidió de cada uno de los amigos, que subieron a los vehículos y se fueron. Roger aprovechó para meterse dentro del garaje.
Un minuto más tarde entró el cirujano. Éste subió a su coche y se fue también. La puerta del garaje y la del jardín se cerraron automáticamente.
Roger recorrió ansiosamente unas cuantas dependencias de la casa. Por los restos que encontró en el comedor y en la cocina, dedujo que debían haber cenado los cinco hombres. Cuando llegó al despacho, se dio cuenta que estaba dividido en dos ambientes. Uno era propiamente de estudio, con estanterías llenas de libros, una mesa, una butaca y un ordenador. Encima de la mesa, Rovellat tenía un trabajo inédito firmado por él mismo: "Cirugía de reparación del hímen". El otro ambiente era un quirófano; con la litera, las luces y toda clase de instrumental, además de los guantes, las batas y los gorros verdes. Este compartimento se podía cerrar herméticamente, según dedujo Roger.
Entonces, como un presagio funesto, descubrió en el suelo gotas de sangre. El rastro se hacía más espeso a medida que se acercaba a un lado de la sala. Ese lado giró sobre un eje y dejó paso al jardinero, que venía del otro lado de la pared. El individuo se estaba comprobando con la mano si tenía la bragueta bien cerrada. En la otra llevaba unos sujetadores y unas bragas, que en aquel momento olía profundamente, con cara de depravado y una gran sonrisa de satisfacción. Las dos piezas estaban manchadas de sangre.
- Pero quién...? La madre que te parió! Te mataré!- amenazó el jardinero a Roger, que con su presencia le había provocado un susto de muerte.
Rabioso, dejó la ropa interior que llevaba en las manos y atacó al intruso con los puños por delante. Roger se acobardó de verdad y retrocedió unos pasos, hasta que la mesa estaba entre los dos.
- Te mataré, hijo de puta!- continuaba bramando el energúmeno.
El pánico, que no dejaba a Roger discurrir ninguna estrategia, le salvó. Nada más cogió el monitor del ordenador cuando el jardinero ya se le lanzaba sobre él. El aparato, que se interpuso entre uno y otro, chocó primero contra el estómago del agresor y, en seguida, le cayó sobre los dedos de los pies. Exasperado de dolor, llevó el cuerpo hacia delante para poner las manos. Entonces Roger cogió el teclado de encima de la mesa y le dio un gran golpe. El jardinero perdió el sentido. Y el chico, frenético, le ató las manos a la espalda con el mismo cable del ordenador.
Armado con el bisturí más grande que encontró, Roger se dispuso a inspeccionar el otro lado del muro móvil.
Después de recorrer un corto pasadizo, descubrió una escalera de caracol. No se lo pensó dos veces y empezó a bajar por ella. A medida que avanzaba se le hacía más audible un ruido metálico.
En el sótano había otro pasadizo, muy estrecho, que debía tener dos metros de largo como mucho. Al fondo se veía una puerta metálica que cerraba por fuera. Roger la abrió. Reinaba la oscuridad. En seguida encontró la llave de la luz. La accionó y sus pobres ojos fueron atacados por el horror más despiadado. Estaba en una auténtica sala de torturas, con víctima incluída. Desnuda y totalmente muerta, una chica con una capucha en la cabeza colgaba del techo por los brazos. Tenía las muñecas sujetas con unas correas. Estas se unían a unas cadenas que colgaban de un gancho del techo. Como si se tratara de un péndulo, el balanceo de su cuerpo y el consiguiente rozamiento de las cadenas era el origen del ruido metálico. Su cuerpo, un cuerpo que Roger, con los ojos cerrados, habría descubierto entre un millón: por el tacto, por el olfato...
Las marcas que Montse tenía por todo el cuerpo no dejaban lugar para la duda: aquellos psicópatas sin entrañas la habían maltratado brutalmente, se habían ensañado con el peor de los sadismos.
Roger, nervioso, le cortó las correas con el bisturí y ella se le desplomó en los brazos. Estaba sin sentido y debió haber perdido mucha sangre, pero él advirtió en seguida que estaba viva. La estendió en el suelo curiosamente, la sacó la capucha y le pegó algunos golpecillos en la cara para que volviera en sí.
- Montse! Montse! Montse!
Ella, al fin, se despertó, reconoció a Roger y le abrazó, al mismo tiempo que inició un lamento sordo acompañado de las más frenéticas convulsiones. Cada segundo que pasaba, abrazaba a su amigo con más fuerza.
Donde se mirara en aquella habitación de los horrores, se descubrían instrumentos de tortura y muerte: guillotinas, consoladores monstruosos, camas, capuchas, cuerdas, porras, cuchillos... Y todavía estaba el aparato artístico e industrial, representado por dos o tres cámaras de vídeo, unos cuantos focos, decorados diversos y toda la maquinaria para montar películas y hacer copias. Tanto en las paredes como en el suelo había restos de sangre que todavía no se habían secado.
Montse hizo la intención de levantarse pero las piernas no le respondieron y Roger la cogió de los brazos para huir del lugar. La abrigó un poco para que su cuerpo recobrara la temperatura.
Cuando pasaron por el quirófano, él la dejó sobre la camilla y ató al jardinero a consciencia. Después continuó caminando hacia la puerta principal de la casa. Ella no paraba de quejarse de dolor.
- Son ellos! Son ellos! Son ellos!- dijo, cada vez con un tono más fuerte de voz.
Estaban en el salón. Roger, muy tenso y prevenido, se la quedó mirando. Ella, con los ojos dilatados de esapnto, señalaba hacia la pared con el brazo tembloroso.
- Son ellos!- repetía, como alucinada.
Él se paró y miró en la dirección que señalaba Montse.
- Son ellos!
En la pared colgaba una fotografía enmarcada. Roger dejó a Montse en un sofá y la descolgó. Belinda estaba con una pandilla de seis hombres de mediana edad que se disponían a comer. Para no mancharse, llevaban unos delantales y unos guantes de plástico transparente. "Manos limpias", era significativamente el título de la instantánea.
Estuvo a punto de que se le cayera de las manos...
Era Rovellat y los cuatro sujetos que lo acompañaban hacía un momento. Uno era un político aragonés, otro un famoso escritor andaluz establecido en Madrid, el tercero era el mejor astrólogo del reino y, el cuarto, el presidente de un equipo de fútbol de primera división! Por lo que respectaba al sexto, Roger miraba la foto y no se lo creía.
- Dios mío...- no paraba de exclamar-. Dios mío... No puede ser!
- Son ellos- repetía Montse insistentemente-. Son ellos!- fueron las últimas palabras que pronunció antes de desmayarse.
Antonio Castro tenía una cara muy amigable e inocente con el delantal, los guantes y la jarra de vino en la mano! Roger se llevó la foto.
A mil quilómetros de distancia las cosas no pintaban mejor.
Cuatro psicarios habian secuestrado a Calvet cuando salía del hotel y lo introdujeron dentro de un coche, que arrancó en seguida. El pobre forense no tuvo tiempo de nada. Sentado en el asiento posterior en medio de aquellos dos individuos, mientras uno lo sujetaba por el cuello y el pelo, el otro le pellizcaba la nariz para que abriera la boca. Este mismo, al conseguir su propósito, le puso una botella de whisky detrás de otra hasta que le provocaron un colapso.
Empezaba a amanecer en Santiago cuando el coche entró en la plaza de la Catedral y se paró delante del Obradoiro. Cuando se volvió a mover, el cuerpo inerte de Jaime Calvet estaba tirado en la escalinata. A su alrededor estaba todo lleno de botellas vacías de whisky DyC.
- No saben beber!- comentó un barrendero a su compañero cuando descubrió el cadáver media hora más tarde.
Roger llegó al coche, dejó a Montse en el asiento del copiloto y en seguida fue a sacar a Belinda del maletero, que quedó recolzada contra la parte posterior del vehículo.
- Me has vuelto a engañar!- le dijo, rabioso-. Estás puesta hasta arriba. Y Castro también! Dime qué pinta Castro aquí.
- Roger, por favor... No lo sé- le respondió ella.
Con la nueva evasiva, a él se le cruzaron los cables. Hasta el punto de que le cogió la cara con una mano y le apretó las mejillas con fuerza.
- Farsante!- le gritó-. Dime qué cojones tenéis que ver Castro y tú!- le exigió con una pose tan amenazadora que Belinda no tuvo ninguna duda de que estaba dispuesto a todo.
Ella estaba deshecha.
- Sólo sé que es muy ambicioso y que tiene mucho poder- le confesó, rabiando de dolor y a punto de romper a llorar-. Pero ignoro a qué se dedica. No lo he querido saber nunca. Yo sólo soy su protegida. El piso dond vivo es suyo, el gimnasio es suyo, todo es suyo... Yo no tengo donde caerme muerta...
- No te lo repetiré más: dime qué tiene que ver él en la muerte de las chicas!
- No lo sé!- Ella se escudó otra vez en la ignorancia-. Por favor... Tú no sabes qué duro es ser la amante de un hombre como él, que te considera una propiedad y que sería capaz de cualquier cosa! Es peor que la esclavitud. Es como estar muerta en vida...
Roger estaba que la indignación se lo comía, pero aún así todavía fue bastante lúcido para pensar que Belinda tal vez hacía comedia. Y decidió forzar un poco más la situación.
- ¿Por qué grababas a las chicas desnudas en los vestuarios?- le pidió con una contundencia que daba miedo y alargó el brazo para cogerle nuevamente la cara.
- No me hagas daño!- le rogó Belinda con lágrimas en los ojos-. Las grababa porque él me lo exigía: se excitaba mucho viéndolas! A su hija y a todas las demás...
- ¿Qué?- Roger no daba crédito a lo que estaba oyendo.
Montse empezó a convulsionarse y le vinieron unas arcadas muy preocupantes. Así pues, él abandonó el interrogatorio y subió al coche, donde le recibió la mirada aterrorizada de Montse, que estaba lívida como un muerto. Enérgico, encendió el motor y metió la primera.
- No me dejes! No me dejes aquí! Tengo miedo...- exclamó Belinda, cogida a la ventana del coche para impedir que se fueran.
Él la miró con incerteza, pero pisó el acelerador a fondo y, si ella no se hubiera apartado, la habría arrastrado por el suelo.
Roger llevó a Montse al Joan XXIII, donde entraron por la puerta de Urgencias. El hospital estaba colapsado por la epidemia de gripe y la tuvieron que atender en un pasillo. Ella estaba semi inconsciente y los sanitarios, para curarse en salud, la entubaron por la nariz y por una vena y le pusieron tiritas en las heridas...
Cuando Roger la abandonó en el bosque, Belinda estaba realmente en el límite de sus fuerzas y se dio por vencida en seguida. Sus gritos y sus llantos impetuosos se convirtieron primero en un estallido de convulsiones. Se sentó en el suelo y poco a poco fue encogiéndose hasta quedar en la postura fetal, toda temblorosa. Fue en este mismo estado y postura que la encontró Roger unos minutos antes, cuando abrió la puerta del coche para sacarla del maletero e interrogarla.
Manel Joan i Arinyó, "El cas Torreforta"
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