Enero de 1994:
El coche de Héctor circulaba por una carretera secundaria por medio de campos de almendros y olivos.
- ¿Pero dónde vamos, si se puede saber?- preguntó Eva, intranquila.
- A hacer la mona- respondió Héctor sin pensar, que en seguida se volvió a dormir.
A pesar de la atmósfera de dramatismo que comenzaba a enturbiar el ambiente, la salida de tono del dormilón hizo reir a todo el mundo.
- Ya se ha hecho demasiado tarde para ir allí. Volvamos a Discomaníac- exigió Sandra, autoritaria.
- Ya hemos llegado a puerto- les anunció Ramón.
Se encontraban dentro del jardín de una casa imponente. Era una construcción antigua que, según como, hacía pensar en una fortaleza. La parcela estaba rodeada por un muro de obra alto y consistente, pero ellos se encontraron la puerta abierta. Alrededor se podían ver motivos ornamentales de la época romana. Destacaba una estatua de mármol de Diana, la diosa cazadora. Los faros del coche la habían iluminado fugazmente.
Las chicas de Torreforta estaban sobresaltadas. La magia de la noche se había oscurecido.
- ¿Dónde nos habéis traído?
- Esto no es ninguna discoteca.
- No queremos entrar aquí!- fueron los últimos gritos que dijeron antes de que el coche entrara al garaje, situado en el extremo izquierdo de la construcción. Era semisótano y oscuro como una garganta de lobo. La puerta estaba abierta también, pero se cerró tan pronto como el coche entró dentro.
Desde el jardín se adivinaban cinco siluetas de hombre detrás de la cortina de una ventana. Tenían copas y cigarros en las manos. También se veía el aspecto siniestro de un doberman. Simultáneamente a la entrada del vehículo en el garaje, todos ellos se desplazaron en dirección hacia aquella parte de la casa.
Dos o tres minutos más tarde, la puerta del garaje se abrió y el Renault 19 salió reculando. Sus faros iluminaron la fachada de la casa y la estatua de Diana. En la ventana de antes ya no había luz.
Héctor, que continuaba en el asiento de detrás, abrió los ojos de golpe y preguntó por Sandra. Luchaba por mantenerse despierto, estaba demasiado tocado y una y otra vez perdía la consciencia. No se dio cuenta ni de que ahora tenía a Salva como compañero de asiento.
- ¡Qué tío! ¿Todavía tienes más ganas de marcha? Dale mambo!- ordenó Ramón enérgicamente.
Salva no dejó que lo repitiera y se sacó del bolsillo una petaca y se la puso en la boca a Héctor.
- Bébete esto y verás qué marcha te dará- le animó. Los efectos barbitúricos de cinco comprimidos de Oasil Relax, potenciados por el vodka en el que los habían disuelto, se manifestaron en seguida.
A la mañana siguiente un empleado doméstico regó el amplio jardín de la casa. Fue la única actividad que se vio en el exterior de la casa durante las horas de sol de aquel domingo de enero.
Por la entrada llegaron dos vehículos: la Nissan Serena gris con los laterales inferiores negros, conducida por Salva, y el Renault 19 de Héctor con Ramón al volante. La puerta del garaje se abrió y la furgoneta entró. Ramón se quedó en el jardín y aprovechó para hacer la maniobray encarar el Renault hacia la puerta de la finca. Después bajó y se fumó un cigarro. Vio los mismos cuatro coches de la tarde: dos BMW, un Audi y un Volvo. Uno tenía matrícula de Valencia, otro de Zaragoza y los dos restantes de Madrid.
La furgoneta salió del sótano, atravesó el jardín y enfiló la carretera hacia abajo. Ramón entró en el Renault, lo puso en marcha y la siguió.
Tres cuartos de hora más tarde, los dos vehículos estaban en una nave inustrial abandonada. A quince metros del coche, aproximadamente, Salva preparaba un equipo de grabación compuesto de cámara, trípode, antorchas y grupo electrógeno. Ramón, mientras tanto, hizo correr una puerta lateral de la furgoneta y, sin entrar, apartó unas cajas que disimulaban un doble fondo. Lo abrió y dentro estaba Sandra. Amordazada, tenía una venda en los ojos y estaba atada de pies y manos. La sacó del coche y la dejó tirada en el suelo.
Los torturadores se habían ensañado tanto que apenas le quedaba un aliento de vida. "Mal asunto", pensó Ramón. Y, nervioso, le quitó la mordaza, la venda y las ataduras de las manos y los pies. En seguida le dio una bofetada y ella soltó un grito como si fuera una recién nacida.
- No, por favor!- comenzó a implorar-: matadme si queréis, pero más no, por favor!
A Ramón se le dibujó una sonrisa diabólica. De un zarpazo la hizo levantarse y la llevó hacia la zona donde estaba Salva. Ella no podía ni caminar y, si avanzaba, era a causa de los trompazos que recibía. Sólo tenía ánimo para suplicar:
- No, más no! Por favor! Ya basta! Dejadme! Matadme...
- Todo llegará- murmulló entre dientes Ramón que le dio un golpe más fuerte y la hizo caer al suelo.
No podían perder ni un segundo. Mientras Salva continuaba engrescado en la preparación del equipo de vídeo, el otro se dirigió hacia el Renault 19, abrió el portaequipaje y consiguió sacar a Héctor que, como Sandra, también quedó extendido en el suelo, casi sin conocimiento. A diferencia de la chica, él no había recibido ninguna paliza, pero los sedantes que le habían suministrado y las horas de ayuno postración le habían abocado a un estado de extenuación lamentable. Amordazado y atado de pies y manos, su rostro refeljaba la pavor extrema del reo delante del verdugo. El puñal que Ramón acabó de levantar le puso a tono.
- Levántate, hombre!- le dijo este, amable, y le ayudó a levantarse cogiéndolo del brazo.
Cuando ya lo tuvo derecho, se puso la mano libre en la parte posterior de la cintura. La volvió a sacar y empuñaba un revolver del 38 especial. Como el que no quiere la cosa, le puso la punta del cañón en un ojo. Héctor estaba muerto de miedo y aquello provocó que ramón se superara en su interpretación.
- Tranquilo, colega! ¿Qué son estos temblores? Con nosotros no tienes que temer nada. Somos hermanos de nariz, no? O puede ser que estás emocionado? Oh, y tanto, ahora lo entiendo: tú ya la has husmeado, la chica que te está esperando con los brazos abiertos para que la transportes a la gloria!- le dijo, y Héctor todavía se acojonaba más.
Ramón le liberó de las cuerdas y de la mordaza y, sin dejar de apuntarlo en ningún momento, empezó a llevarlo hacia el lugar donde estaba Sandra. Por el camino, el camello vio en el suelo una estaca puntiaguada y la cogió.
- Mira, qué punta más guapa!- dijo con una sonrisa irónica, lúgubre como el sol-. La cogeré por si acaso se nos aparece algún vampiro.
Cuando ya estaban cerca de Sandra, Salva se propuso emular los despropósitos verbales de su compañero:
- Por fin! Por fin tenemos juntos a Romeo y Julieta! Te ha costado, pero todavía quedarás como un hombre y pagarás las deudas del juego.
Héctor vio a Sandra en aquellas condiciones tan deplorables y quedó alucinado. Ramón se dio cuenta y le dio tal golpe en el culo que le hizo caer encima de ella. Salva protestó, enérgico.
- No le vuelvas a pegar!- después se acercó a Héctor y le incitó para que violara a Sandra-: Venga, va. Cumple con tu parte del trato. Fóllatela y os podréis ir.
A Ramón se le escapaba la risa al oir el sarcasmo de Salva. Para reponerse, dejó paso al histrionismo más demente:
- Motor! Cámara! Acción!- y el otro comenzó a grabar.
La cosa no dio ningún resultado, ya que el único movimiento que hizo Héctor fue separarse de la chica. El pobre parecía hipnotizado por el tétrico aspecto de Sandra, con la nariz y los labios abiertos y llenos de sangre, el pelo sucio y el cuerpo con heridas de toda clase.
El improvisado director hizo una señal a Salva para que parara el vídeo.
- La pena negra, Héctor, qué mal acostumbrado que te tenemos!- le gritó, y se le acercó con decisión.
Lo cogió del pelo e hizo que se quedara sentado en el suelo.
- Prepárale una buena ralla!- indicó a Salva.
Éste cortó la cocaína sobre la superficie de un billetero de piel negra y, tanto si quería como si no, obligaron a Héctor a esnifarla. "Aquella cartera..." A continuación Ramón le hizo un gran corte en la bragueta con el puñal y en seguida lo tuvo otra vez encima de Sandra.
- O tú te comportas como un hombre o yo te empalo!- le amenazó encarándole la estaca en el culo-. Y después te corto los huevos y te los hago comer.
Salva continuaba no queriendo ser menos que el otro y, loco de lascivia mimaba a Sandra y le susurraba, baboso:
- Al final lo harás con tu príncipe azul y podrás enseñarle todo lo que sabes.
A Héctor le costó mucho empezar pero al final, lo consiguió y empezó a follarla con ímpetu salvaje, ansioso por acabar pronto y poder irse. Ella gemía, se quejaba de dolor, le insultaba, con las pocas fuerzas que le quedaban luchó para descabalgarlo, pero no lo conseiguió. Le arañó la cara y la espalda, hecha un mar de lágrimas.
- No, tú, no, Héctor! Tú, no, por favor... Tú, no!- le suplicaba.
- No te separes!- ladró Salva cuando Héctor, apenas había terminado hizo el gesto de separarse-. Continúa! Continúa! Golpéala!- le incitaba también a los malos tratos.
Sandra ya no ofrecía resistencia. Sólo gemía sordamente y cerraba los ojos para no ver otra imagen de su infierno particular. Pero seguro que en una fracción de segundo intuyó la nueva modalidad de suplicio a la que sería sometida.
De nuevo había actuado la pareja de sádicos para sacarle a Héctor de encima y colocarla boca abajo.
- Venga, chico, a cumplir!- le había mandado Ramón a Héctor, mientras Salva se volvía hacia la cámara para continuar grabando-. Huummm...
Y volvieron los gritos estridentes de Sandra y las convulsiones terribles y el dolor que le aguijonaba el recto como si la estuvieran penetrando con un hierro.
Esta vez Héctor se separó de Sandra sin haber eyaculado y, avergonzado de su vileza, se alejó poco a poco, centímetro a centímetro. Se sabía impotente de emprender ninguna acción, por insignificante que fuera, en beneficio de él y de la chica. Pero en seguida, al darse cuenta que Ramón se había colocado una capucha y se acercaba a ella con la estaca en una mano y el puñal en la otra se enrabió y el miedo dejó de temblarle en las piernas. Todavía estaba en el suelo.
- Ahora me toca a mí- había dicho lúgubremente el verdugo feroz.
La reacción instintiva de Héctor no pasó desapercibida para Salva, que le colocó la boca del cañón en la cara y le dijo que no con la cabeza. No fue necesario que le insistiera. Entonces el pistolero consideró que había llegado el momento de leerle la letra pequeña. Y se sacó del bolsillo la cartera de antes y se la enseñó a Héctor, que ahora la reconoció inequívocamente... Era la suya.
- ¿La conoces?- le preguntó, aunque no esperaba ninguna respuesta.
En seguida la abrió y sacó una fotografía en la que se veía a Héctor abrazar a unas chicas de doce y catorce años, respectivamente; rubias y con caras de angelitos.
- Qué hermanas tan majas que tienes, colega!- exclamó el degenerado-. ¿No nos aceptarías como cuñados?- le propuso mientras hacía gestos obscenos con el puño y el bajo vientre.
- No, a mis hermanas, no!- bramó Héctor, estremeciéndose perturbadoramente y revolviéndose de violencia contra Salva.
Éste no se dejó sorprender y de un golpe de culata en la cabeza lo dejó tirado en el suelo. A continuación se fue a grabar las acciones de Ramón.
El desmayo de Héctor duró muy poco. Los gritos inhumanos de Sandra le hicieron volver en sí antes de un minuto. Después se sintieron tres tiros, que retumbaron dentro de su cráneo cmo si le hubiera reventado. Se puso a gemir impulsivamente, a llorar. Se tapó la cara con las manos, porque se quedó tan imbécil que no podía dejar de mirar el cadáver de Sandra, que ahora colgaba de una viga. Y se las vio llenas de sangre, las manos. De sangre de Sandra que él, con su cobardía, había colaborado a hacer brotar. Después no se dio cuenta de la huída de los asesinos, que se fueron con la Nissan.
La misma Nissan que en mitad del polígono deslumbró a Quim Aumatell, que conducía su 124.
- Cojones! No pondrá las cortas, el cabrón!- renegó el punk.
Al lado de Quim estaba Jordi Solé, que pegaba cabezadas de sueño, mientras que en el asiento de detrás Joan Albiol y Josep Miquel saboreaban un porro cargadísimo: "Qué triste es la vida del okupa....", se quejaba poéticamente el segundo.
Manel Joan i Arinyó, "El cas Torreforta"