lunes, 23 de marzo de 2009

Castro tenía cita con Belinda aquella mañana y se estaba preparando en el baño.

Su mujer también se había levantado pronto. La cama se le hacía insufrible cuando se le pasaban los efectos de los somníferos. Estaba sentada en el sofá y miraba la foto en la que aparecían su madre y Sandra, que llevaba los pendientes de esmeralda. Ella todavía las tenía en un bolsillo del albornoz. Las cogió y las estuvo mirando durante un rato hasta que decidió guardarlas en la caja fuerte con el resto de las joyas, no fuera a ser que al final las extraviara.

Fue al despacho, abrió el cajón izquierdo del escritorio y sacó la agenda. En seguida buscó el número de la combinación e intentó memorizarlo. Inconscientemente, intentó abrir el cajón de la derecha. No lo consiguió y se quedó un poco pensativa. Una mirada de recelo se apoderó de su rostro. Depresiva y con los nervios a flor de piel, sólo le faltaba estar recelosa. "Si siempre ha estado abierto, ¿por qué de golpe y porrazo este desgraciado lo ha cerrado con llave?", se preguntaba. Harta de tanto misterio, se dirigió hacia la puerta del baño y afinó el oído. Su marido todavía estaba en pleno hoidromasaje. Entonces entró en el dormitorio conyugal y cogió el manojo de llaves que él siempre llevaba en el bolsillo de los pantalones. Se fue al despacho y abrió el cajón derecho del escritorio. Vio un sobre grande y lo cogió. Debajo estaba la pistola, una Astra 9mm Parabellum. Un poco temblorosa abrió el sobrey descubrió una cinta de vídeo y las copias de unas escrituras notariales.

"Escritura de testamento otorgado por Teresa Castro Monturiol a favor de Sandra Castro Fortuny", proclamaba en la portada, y Teresa estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón. La cabeza le dio vueltas y se tuvo que sentar para no caer redonda al suelo.

- Lo sabía! Él lo sabía...- murmuró entre dientes, con las escrituras en una mano y el vídeo en la otra.



Sargento Recasens, dígame- Anna estaba en su despacho.

- Soy la compañera de Roger. La llamo desde el hospital Juan XXIII- le anunció Montse.

- ¿Ha pasado algo?- preguntó la Mosso, sobresaltada.

- Antonio Castro está implicado en el "Caso Torreforta". Roger ha ido a buscarlo a su casa y está tan encendido que puede hacer cualquier cosa...

- Entendido.


En el monitor un encapuchado empalaba a Sandra, que se estremecía y daba gritos infrahumanos de dolor. Después la giró y la cosió a puñaladas. Se veía todo su cuerpo desangrándose, y poco a poco llegaba a un primer plano de la cara. Tenía los ojos abiertos.

Como si se tratara de un ritual mafioso, el verdugo feroz la remató de tres tiros: uno en la cabeza, otro en el corazón y un tercero en el hígado.

De repente apareció un poco de nieve en el monitor y las imágenes siguientes ya mostraban a la chica colgada por el cuello y balanceándose macabramente.

Teresa, sobrecogida por la orgía de sangre, sangre de su sangre, tenía la mirada fija. Su cara era una máscara de odio. En la televisión volvía a haber nieve, la escena inexistente, su hija inexistente...

Tres coches de los Mossos habían salido de Tarragona y se dirigían a toda velocidad hacia Torreforta. Como habían encendido las sirenas, no tenían ningún problema para adelantar a los otros vehículos, que se echaban a la derecha y ralentizaban la marcha para facilitarles el paso.



- Comisario Vidal, dígame.

- Soy Agustín.


Castro ya se había vestido y estaba en su despacho con un vaso de vino en la mano. Esperaba que pasaran a recogerlo el chófer y el guardaespaldas. De repente, escuchó una frenada muy brusca y se extrañó. Como en un anexo del despacho tenía los monitores de control, fue a echar una ojeada. A tavés de una pantalla vio a Roger, que bajaba precipitadamente de su coche, se dirigía hacia la puerta del chalet y llamaba.

Castro se lo pensó un poco pero, finalmente, le abrió desde la distancia.

La sirvienta justamente llegaba al recibidor cuando Roger entró como una exhalación y estuvo a punto de hacerla caer.

- Escucha, aquí no se puede entrar así!- intentó pararlo.

Él era todo nervio y no le hizo caso. Llevaba la foto de "Manos limpias" en la mano.

Después de mirar aquí y allá con desesperación, cogió un palo de la chimenea y empezó a abrir puertas bruscamente buscando a Castro. Lo encontró en su despacho, de pie y cerca del escritorio.

- ¿Qué te pasa Roger?!- le preguntó al verlo tan alterado.

- ¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir esto?!- le exigió Roger que se explicara al acabar de tirarle la foto encima de la mesa.

Castro la cogió, la miró y luchó para que en su rostro no se reflejara ninguna emoción.

- ¿Qué significa eso?!- repitió Roger.

- Nada- le respondió Castro, aparentemente sereno-. Son mis amigos.

- Son los asesinos de Eva! Y de Lorena! Y de tu hija!- gritó Roger, lleno de ira.

Roger estaba tan cegado que Castro tenía claro que sólo con palabras no lo calmaría. Y se decidió a actuar. Sin abandonar su papel de desconcertado, poco a poco se fue acercando al cajón derecho del escritorio.

- ¿Qué dices?!- intentó mostrar la más grande de las sorpresas. Aún así, la proximidad del arma le dio alas y se excedió en su vocabulario-: ¿Te has vuelto loco?

- ¿¡Loco?!- se sulfuró Roger.

E, incapaz de controlarse, empezó a romper con el palo todos los objetos que tenía a su alcance, mientras con los ojos inyectados en sangre, miraba a Castro con todo el odio del mundo. Éste, espantado, en un acto reflejo, levantó el antebrazo izquierdo para protegerse la cara, ya que pensaba que Roger le golpearía. La prevención de momento fue inútil: el golpe más próximo fue contra la superficie de la mesa.

- ¿Qué tienes que ver con esta gente?- gritó Roger-. ¿Qué tienes que ver con los crímenes? O me lo dices o no respondo de mí.

- Atiéndeme, Roger. Tiene que haber una confusión. ¿Cómo podría estar involucrado yo en cualquier crimen? Y todavía menos tratándose de mi hija-. Castro ya no podía mostrarse más certero y convincente. Su argumentación no era impecable...-. Te piensas que...

- Basta!- le dijo Roger-. Dime por qué matásteis a las chicas o tú no sales de aquí, porque te abriré la cabeza!- y volvió a golpear violentamente sobre el escritorio.

- ¿Piensas que soy un monstruo?- acabó Castro de pronunciar esas palabras, mientras se sentaba en la butaca de detrás del escritorio y abría, disimuladamente el cajón derecho y, frenético, clavaba la mano y lo giraba impetuosamente.

Además de que el arma no estaba, lo peor fue que, con su acción, se había puesto en evidencia delante de Roger. Entonces, cortado se quedó en el asiento.

- Véte al infierno!- le maldijo Roger con el palo en alto.

En milésimas de segundo, Castro se hizo tan pequeño que veía a Roger como un gigante mitológico. Un gigante mitológico que ya descargaba todo su mal con todas sus fuerzas. Estaba en las puertas de la muerte y, en lugar de pronunciar una frase heroica para despedirse del mundo, se dio cuenta de que todo el organismo se le había aflojado.

- No!- se sintió entonces, el gran grito, mucho más imperativo aún.

El brazo de Roger se quedó paralizado a media trayectoria.

Sorprendido. No, no sólo sorprendido, si no como si se acabara de despertar de un mal sueño, con la realidad todavía más horrible, cuando Roger se giró vio a la madre de Sandra, apuntándolo con una pistola.

- Teresa! Gracias a Dios!- suspiró Antonio Castro, aliviado.

Entonces, como si fuera autista, sin reflejar ninguna emoción, Teresa empezó a decirle al marido todo lo que le hacía daño:

- Tú no mataste a tu hija, eso es cierto, porque Sandra no era tu hija: era sólo la mía. Cuando me conociste yo estaba embarazada de otro, pero te conformaste porque mis padres estaban podridos de dinero. El dinero que tú necesitabas para dejar de ser un muerto de hambre y ascender socialmente. El dinero que no habrías tenido nunca si Sandra hubiera heredado todo de mi madre.

A Castro le subieron los colores a la cara.

- ¿Pero qué dices? Nuestros asuntos no interesan a nadie... - trató de cortarla.

Tocó en piedra porque ella, con los ojos rebosando odio y la demencia aflorando por cada una de las otras facciones del rostro, continuó, impertérrita:

- Poco a poco me fuiste anulando la voluntad e impusiste un régimen de terror en esta casa. Un terro de guante blanco, todo sea dicho, de manos limpias, para que nadie que viniera de fuera se diera cuenta.

Roger estaba "cazando moscas" en ese momento. La vista le iba de un lado a otro.

- Idiota no eres, por eso sabías que con Sandra no tenías nada que hacer: las chicas de ahora no son tan cobardes y obedientes como las mujeres de antes. Y tan pronto como ella hubiera sido la dueña del negocio, te habría puesto los puntos sobre las íes. te habría hecho pagar bien caro todas las guarradas que me has hecho en esta vida.

Roger ya había vuelto de su estado hipnótico y ahora volvía a mirar a Castro con un odio mortal. Aunque tuvo un despiste y el otro no lo aprovechó: le cogió el atizador y acto seguido le dio un golpe en la nariz que se lo reventó. Simultáneamente Castro había tirado el atizador al suelo y con el canto de la mano derecha le dio un golpe en la nuca que le faltó muy poco para que fuera mortal!

El pobre chico, sin saber muy bien qué le había pasado, dio unos pasos tambaleándose y, finalmente, cayó al suelo boca abajo, sin sentido.

El agresor, sin dar ninguna importancia a su acto, se tocó la mano izquierda, ya que se había hecho daño al golpear a Roger. En seguida, se acercó a la mujer:

- ¿Ya estás contenta? ¿Ya te has desfogado? Y ahora, ¿qué? Tú no entiendes que estas historias son para explicarlas en el diván del psiquiatra, pero no a un periodista?

Teresa le escuchaba con la boca medio abierta e iba haciéndole que sí con la cabeza.

- Que sí, qué??- infló él el pecho al descubrir que tenía la situación controlada.

Mientras tanto, Roger se fue recuperando y a duras penas se incorporó.

Teresa, aunque no tan amenazadora como unos minutos antes, continuaba apuntándolos.

- Tienes razón, tú siempre tienes razón. Los trapos sucios se tienen que lavar en casa.

- Ahora dame la pistola y deja de joder aquí!- le ordenó Castro.

Ella lo miró, después miró a Roger y abrió fuego hasta gastar todas las balas.


Los coches policiales llegaron escopetados. Anna y los otros mossos se bajaron y ya se disponían a correra hacia la casa cuando sintieron los tiros. Eso hizo que todos desenfundaran los revólver y miraran a la sargento para ver qué ordenaba.

Anna no tuvo tiempo de responder nada, porque la puerta del chalet se abrió y la sirvienta salió como un cohete, presa del pánico. Un mosso la retuvo y los otros entraron en la casa.

Estaban en el vestíbulo y no se sentía ningún ruido. Anna, que iba delante, hizo señales a sus hombres para que la siguieran. Iban muy pegados a la pared. Entraron en el comedor y tampoco vieron a nadie, pero como medida cautelar tomaron posiciones, cada uno escondido detrás de un mueble.

Medio minuto más tarde, en una acción ensayada y materializada muchas veces en su vida profesional, los mossos asaltaron el despacho.

Encontraron a Teresa Fortuny con la pistola saliéndole humo en la mano. Estaba de pie y ofrecía un semblante totalmente ausente. Igual que Roger, que sin color en la cara, sangraba por la nariz y por la boca. Antonio Castro, tirado sobre el respaldo de la butaca del escritorio, no se movía. Presentaba señales de haber recibido tiros en la cabeza, el cuello y el pecho. Las manos, también las tenía llenas de sangre. Puede ser que se las hubiera puesto instintivamente en la primera herida y después se las había mirado antes de expirar.

Un policía le quitó la pistola de las manos a la señora Fortuny, que dejó caer una lágrima y balbuceó:

- Perdóname, hija, por no haberte protegido de este monstruo!- la dicción fue muy deficiente, pero todo el mundo captó el sentido profundo de la frase.

Otro mosso se acercó a Antonio Castro y confirmó que era cadáver.

- Cojones!- protestó. El muerto olía que tiraba de espaldas.


- Magistrado, el comisario Vidal le reclama al teléfono.


Apenas tuvo la situación bajo control, Anna le dijo a Roger que le llevaría al hospital para que le curaran las heridas y le hicieran una revisión general. Cuando ya estaban en el coche, le advirtió que antes de salir le había ordenado a dos de sus hombres que fueran al Joan XXIII y que no se movieran para nada del lado de Montse.



- La abuela tenía que tener miedo que, si le dejaba sus bienes a Teresa, Castro se apropiara de ellos- explicaba Roger a Anna-. Por eso, a escondidas, hizo un testamento a favor de Sandra.

- Y sin querer, le cavó la fosa- resolvió la sargento. Después añadió:- la estrategia criminal era perfecta. Se encontró el cadáver de Sandra y un culpable, se le juzgó, se le condenó y asunto resuelto: nadie habría sospechado nunca de Antonio Castro y sus amigos violadores y sádicos. Y si no hubiera sido por un hecho fortuito, los cuerpos de Eva y de Lorena habrían descansado eternamente en el cementerio de Scala Dei.

- Y todo porque tuvieron la fatalidad de salir de fiesta con Sandra la noche que su padastro le había firmado la sentencia de muerte- dijo Roger.



Cuando llegaron al hospital se pararon y Roger bajó del coche. Anna le llamó y él fue a la ventanilla de ella.

- De verdad, Roger, te lo pido por favor y díselo también a tu amiga: no volváis nunca más a hacer de policías. Piensa que esta vez os habéis salvado por los pelos.

- No te preocupes- le dijo él, que había puesto su mano sobre la de Anna.

- Suerte- le deseó ella-. Llámame algún día...






Manel Joan i Arinyó, "El cas Torreforta"

3 Comments:

  1. * Cris * said...
    Aquí os dejo la penúltima entrega del libro que os venía poniendo. Espero que os guste. Pronto pondré la última parte...
    Anónimo said...
    Ay nena que ya estoy perdida =( voy a tener que leer un par de los capitulos anteriores,es que ultimamente ando desconectada del todo.
    1 besazooo!! =)
    * Cris * said...
    Pues nada Lorena, tú ponte al día cuando puedas, que de aquí los capítulos no se van a mover (espero), así que no problem!!

    Un besazo

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