Pronto me van a ejecutar. Los nazis están empezando a perder las esperanzas y, a medida que las pierden, se vuelven cada vez más mezquinos.
Llevo dos semanas solo en esta celda. Hace unos minutos ha entrado un centinela y ha dejado un trozo de papel y un lápiz encima de un pequeño escritorio que hay en un rincón. Se me permite escribir una última carta de despedida a mi familia. El centinela se ha reído, porque sabe que no puedo escribir. Me han arrancado todas las uñas y tengo los dedos hinchados y ensangrentados. Pero aún puedo pensar. Eso no pueden evitarlo.
El tipo que está en la celda de la izquierda es el que me dio esta idea. Todos los días nos pasamos mensajes en Morse dando golpecitos en la pared. Ayer le pregunté qué hacía para no volverse loco, y me dijo que componía poemas y los memorizaba. Lo intenté, pero no me dio resultado. Antes siempre estaba escribiendo poesía, pero ahora no puedo, simplemente no me sale. Después, tuve otra idea, rememorar todo lo que ha pasado y ponerlo en orden. Si por algún milagro vivo, lo escribiré todo, y si me muero, me habrá mantenido ocupado mis últimos días. No quiero ser pesimista ni asustarme. Tampoco quiero desesperarme.
Ojalá no me temblaran los dedos. Me cuesta tanto concentrarme... Si pienso e intento contarlo todo con sinceridad, si consigo profundizar en mis pensamientos, quizá me olvide del dolor. Intentaré no mirarme las manos; cuando lo hago, no sé por qué, me duelen más. Me recuerdan algo, una escena que puedo ver tan claramente como si acabase de ocurrir. Me miro las manos y no las veo ensangrentadas ni desgarradas, sino suaves y en forma de cuenco, llenas de azúcar.
Estábamos en abril de 1940, tres días después de que los alemanes invadiesen Dinamarca. Stefan, mi mejor amigo, y yo íbamos a llevar a cabo el primer acto de resistencia. Teníamos entnces catorce años. Catorce años y estábamos enfadados y avergonzados, porque Dinamarca se había rendido a Alemania sin luchar. Pero eso no significa que nosotros no pudiésemos hacerlo, sino todo lo contrario. Por supuesto, no teníamos ni armas ni contactos ni sabíamos lo que estábamos haciendo. Había vehículos alemanes por todas partes, coches y camiones. Así pues, Stefan, que siempre ha tenido un cierto talento científico, sugirió que un poco de azúcar en el depósito de la gasolina haría que los alemanes fueran más despacio. Ahora escasea tanto el azúcar que es como el oro, pero entonces sólo tuvimos que ir a la tienda y comprar unas bolsas.
Decidimos dar el primer golpe después de la escuela. Fuimos hasta casa en bicicleta, nos llenamos los bolsillos de azúcar y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad. Dejamos las bicicletas cerca de Dagmarhus, un gran edificio de oficinas que está al otro lado de la plaza del ayuntamiento y que los nazis habían convertido en Cuartel General. Después deambulamos por las calles para comprobar las posiciones del enemigo. Nunca había estado tan emocionado, pero no tenía miedo. Suponía que éramos mucho más listos que aquellas langostas -les llamábamos así por los uniformes verdes- o, al menos, mucho más rápidos, si fallaba todo lo demás. No niego que me latía el corazón tan fuerte que cuando Stefan me hablaba al oído casi no le entendía, pero era más por la emoción que por el miedo.
Stefan pasó al lado de uno de los camiones alemanes y se volvió hacia mí. Después se detuvo a la altura del depósito de gasolina y simuló que buscaba algo en la chaqueta. Sacó una libreta del bolsillo de la camisa e hizo como si leyera algo. Mientras, yo, temblando un poco, quité el tapón y eché el azúcar en el depósito. Volví a ponerme el tapón nos marchamos. El siguiente le tocaba a Stefan. Vigilar te destrozaba mucho más los nervios. Al menos, mientras actuabas, te concentrabas en lo que hacías y no tenías tiempo para preocuparte; en cambio, mientras vigilaba para Stefan, era terriblemente consciente de la cantidad de soldados armados que rondaban por allí. Había camiones descubiertos llenos de tropas que iban de arriba a abajo, patrullas a pie con los fusiles preparados y soldados moviéndose por todas partes. La ciudad ya no era nuestra, sino suya. Así y todo, nos las arreglamos para vaciarnos los bolsillos sin problemas y después decidimos esperar por allí para ver si realmente daba resultado.
Un oficial alemán salió con paso decidido de unas oficinas siguiendo a su conductor. Entraron en uno de los coches que habíamos saboteado e intentaron poner en marcha el motor. Hizo un ruido extraño y después se paró. El conductor salió, abrió el capó y se pasó una eternidad intentando resolver el problema. Justo detrás de él, estaba ocurriendo lo mismo en un caminón grande lleno de soldados listos para que los trasladaran. Nos dio tanta risa que nos tuvimos que apoyar en una pared. Pero como era peligroso quedarse por allí, cogimos las bicis y nos largamos a casa.
- Esto sólo es el principio, Jesper- gritó Stefan rebosante de alegría, al cruzar el puente que iba hacia mi casa.
- Sólo el principio- repetí. Me invadía una alegría que no había sentido nunca. Podíamos hacer algo, podíamos luchar antes de rendirnos. ¡Les íbamos a demostrar quiénes éramos!
Seguimos poniendo azúcar en los depósitos siempre que podíamos, pero después de un par de meses empezó a aburrirnos. En junio teníamos los exámenes y no podíamos pensar en otra cosa. Después llegaron las vacaciones de verano. No teníamos nada que hacer, aparte de comprobar que la gente de Dinamarca hacía como si nada ocurriese. Nosotros cada vez estábamos más enfadados y más inquietos. Fuimos una y otra vez a ver las películas de Nelsosn Eddy y Jeanette MacDonald y los dos soñábamos con ser soldados de la Policía Montada de Canadá y tener uniformes tojos y caballos, y por supuesto, armas. ¡Armas! ¡Lo que podríamos hacer con armas! Empezamos a darle vueltas al asunto, hasta que ya no pensábamos ni hablábamos de otra cosa. Teníamos que conseguir armas, al menos una.
- Mira- me dijo Stefan-. si conseguimos un arma, nos servirá para poner a los alemanes manos arriba y conseguir más, y después las repartiremos entre nuestros amigos y empezaremos con los ataques en serio, como asaltar sus cuarteles o cosas así.
Ahora que lo recuerdo, me doy cuenta de lo ingenuos que éramos, aunque a nosotros nos parecía lo más sensato que podíamos hacer. Al fin y al cabo, la ciudad estaba repleta de armas. Todo lo que teníamos que hacer era burlar a un soldado estúpido y apropiarnos de su fusil. Quizás ingenuos no era la palabra más exacta.
Soy hijo único y mis padres me vigilaban de cerca. Eran amigos de los padres de Stefan. Bueno, el padre de Stefan había operado de apendicitis a mi padre. En el hospital entablaron una buena relación, y desde entonces han sido amigos. Por tanto, yo simplemente tenía que decir que iba a casa de Stefan, y él, que venía a la mía. Una tarde nos encontramos a las ocho en las escaleras de la escuela.
- ¿Te han puesto pegas para salir?- le pregunté.
- Mis padres no - se le notaba en la voz que aún estaba molesto-, pero la tonta de mi hermana ha empezado a decir: "Si Stefan sale después de cenar, yo también. Quiero ir a casa de Suzanne".
- ¡Qué más da que Lisa sea una pesada! Ya estás aquí.
Casi me echo a reir al acordarme de esto. Aquella pesada niña, torpe y odiosa, se convirtió en una chica guapa y valiente que hizo mucho por la resistencia y que... Bueno, me estoy saliendo del tema y he dicho que iba a poner todo esto en orden. Aquella noche Lisa todavía era un estorbo, y lo único que yo tenía en mente era conseguir un fusil.
No tení
amos un plan premeditado. Decidimos dar una vuelta por la ciudad, localizar a un soldado que estuviese solo y distraído y robarle el fusil. Fuimos al centro. El cielo estaba muy azul aquella tarde y aún faltaba mucho para el anochecer. Recuerdo lo bella que parecía la ciudad cuando pasábamos por el puente. Las barcas se deslizaban por la tranquila superficie del lago, los árboles de la orilla estaban completamente verdes, y las flores exhibían sus colores brillantes por todas partes. Todo parecía tranquilo y normal. ¡Aquellos malditos nazis no tenían derecho a estar allí! Decidimos pasar por los cafés al aire libre, porque allí podía haber algún soldado que dejase su fusil en una silla mientras descansaba. Uno podía distraerle mientras el ojo cogía el fusil.
Bueno, había montones de soldados alemanes en los cafés, algunos sentados con chicas danesas, lo que me ponía enfermo, pero aquella noche ninguno había descuidado su fusil. A las diez y media era ya tarde, teníamos sed y estábamos cansados y desanimados. Ninguno de nosotros quería rendirse e irse a casa con las manos vacías, pero parecía que no teníamos elección. Fui con Stefan hasta la escuela, que estaba a medio camino entre su casa y la mía. Cuando llegamos ya era casi de noche.
- Mis padres me van a matar- suspiré.
- Los míos también- dijo Stefan.
Cuando iba a empezar a pedalear, me cogió del brazo y me susurró al oído: "¡Eh, mira!".
Miré y vi un soldado alemán atravesando el campo de fútbol con el fusil colgado al hombro.
- Deja aquí la bici- susurró-. ¡Vamos!
Empezamos a andar rápidamente por el campo.
- Será mejor que hablemos y nos riamos para que no sospeche nada- le dije en voz baja.
- No sospecha nada- respondió Stefan-. No sabe que estamos aquí; dejémoslo así.
Ahora que lo recuerdo, me resulta gracioso. Deseaba tanto aquel fusil que no pensé en el peligro. Íbamos acercándonos y, cuando estábamos a diez pasos de él, Stefan me dio la señal. Estábamos a punto de avalanzarnos sobre el arma cuando el soldado se dio la vuelta en posición de disparo, preparado para atacar, y nosotros nos quedamos mirando el cañón del fusil.
- ¿Qué queréis?- gritó en alemán.
Se me puso un nudo en la garganta y no pude decir ni una palabra.
Gracias a Dios, Stefan mantuvo la calma. El soldado resultó ser un muchacho poco mayor que nosotros y estaba claramente muerto de miedo, dispuesto a dispararnos de puro nervioso.
- ¡Vamos de camino a casa!- dijo Stefan sonriendo y en alemán, lo cual ayudó bastante-. Tú tienes el fusil, nosotros no podemos hacerte nada.
- ¡Bueno!- gritó el soldado avergonzado por el miedo que había demostrado-. ¡Largaos! ¡Rápido! ¡Moveos!
Y nos movimos. Cruzamos el campo y, cuando le habíamos perdido de vista, nos dimos la vuelta y regresamos a por las bicis sin despegar los labios. A mí se me puso algo raro en el estómago, me subió a la garganta, allí se convirtió en un bufido y el bufido, en risa y poco después estaba muerto de risa. Me pareció realmente gracioso, aparte de que tenía que deshacerme de un buen manojo de nervios. Stefan se contagió enseguida y estuvimos revolcándonos de risa casi histéricos más de cinco minutos.
Cuando intentaba dejar de reirme, Stefan me apuntaba con el dedo entrecortadamente: "¡Ponías una cara!", y pensando en lo idiota que habría parecido, empezaba otra vez a reir.
Nos castigaron sin salir de casa durante una semana por llegar tarde. Casi me vuelvo loco, una semana entera encerrado en aquel piso. Pero después de aquella semana, las cosas se pusieron interesantes, porque contacté con una organización de la verdadera resistencia.
gracias