Mi mente divagaba lejos de las noticias y flotaba, dejándose llevar por lo sueños sobre el Tívoli, con las atracciones, los restaurantes y los escenarios al aire libre alrededor de los lagos. Recordé haber estado sentado con Lisa en la terraza de un restaurante, mirando el agua, sentados bajo la espesa sombra de los árboles. Por la noche, todo el parque está iluminado con miles de luces y se parece al mundo de hadas soñado por cualquier niño. Me encanta ir allí.
Mi madre era actriz antes de casarse y tenerme a mí. Después empezó a coser disfraces para la función de Pascua. Le permitían asistir a los ensayos y, por supuesto, me llevaba con ella. Así, el Tívoli se convirtió en mi segunda casa. Como la gente de allí ya me conocía, podía montar en las atracciones gratis. Al principio tenía tanto miedo que no montaba nunca. Un día mi padre vino con nosotros. Me cogió y me subió en la montaña rusa. Creí que me moría del susto. Era una montaña rusa enorme, alta y rápida. Yo estaba tan petrificado que no podía ni gritar. Cuando acabó, mis manos seguían tan aferradas a la barra que no las podía soltar. Mi padre me dijo:
- ¿Estás vivo o muerto?
- Vivo- susurré con la voz rota.
- Bien- replicó-. Entonces daremos otra vuelta.
Y la dimos, hasta que no volví a tener miedo.
- Mira- me dijo-, si te mueres, no tienes nada de qué preocuparte, y si no, pues no merece la pena que te pongas malo preocupándote por si vas a morir o no.
De repente, una palabra interrumpió mis sueños, "Peter".
- ¿Qué han dicho?- le pregunté a mi madre deseando que ella estuviese escuchando.
- Nada- me contestó-. Sólo estaban felicitando en su cumpleaños a Peter, a Robert y a otros.
Me dio un vuelco el corazón. "Peter" era la contraseña para nuestra célula. Significaba que iban a dejar armas por la noche. Tenía que reunirme con el grupo en el garaje de Olaf. Cogí la chaqueta, le di un beso a mi madre y le dije que volvería tarde. Sabía que no le gustaba nada que me marchase así, pero ya tenía diecisiete años y no podía detenerme.
Cuando llegué al garaje, Olaf y John me estaban esperando. John tenía veintipocos años y era estudiante de medicina.
- ¿Quién falta?- pregunté. Sabía que teníamos que ser más de tres, al menos cuatro, para dar las señales de luz en el lugar donde el avión inglés tenía que hacer la entrega.
- Lars llegará en cualquier momento- respondió Olaf.
Yo no conocía a Lars y no estaba seguro de si ese sería su nombre de guerra o su nombre real. No lo pregunté, desde luego.
Lars apareció dos minutos después. Era un hombre corpulento, como Olaf, lo que estaba muy bien, porque los cajones podían ser terriblemente pesados.
Subimos al camión de Olaf; Lars y yo, al descubierto en la parte de atrás, y Olaf, al volante. La BBC debía de haber confirmado el lugar de la entrega, quizá en el resto de las felicitaciones pero sólo Olaf conocía esa parte del código. Salimos de Copenhague hacia Roskilde. La carretera estaba más negra que la boca de un lobo y no había luces por ningún sitio.
Después de conducir aproximadamente media hora, Olaf redujo la velocidad y dio la vuelta en el prado de un granjero. Saltamos y corrimos cada uno a una esquina. Esperamos. Me quedé bajo unos árboles para protegerme lo más posible. Hacía frío, el viento me atravesaba la chaqueta. Por suerte, había dejado de llover. Las nubes pasaban deprisa y una media luna despedía su débil luz sobre el campo.
Llevaba mi ametralladora "Sten" colgada al hombro con una correa. Lo que pasa con las ametralladoras "Sten" es que es facilísimo que se salte el seguro. Y si está cargada, se dispara hasta que toda la recámara se queda vacía. Además, al decir que hacía frío, hablo de frío de verdad. No tenía un tabardo para el viento porque era casi imposible conseguirlo. Entonces empecé a temblar. Me imagino que temblé tanto que se me resbaló la correa, porque la ametralladora cayó contra el suelo y se disparó girando rápida y espasmódicamente con su misma propulsión.
¡Gracias a Dios estaba en forma! Salté tan alto como pude, me agarré de una rama y me colgué con las rodillas dobladas hacia arriba, intentando que no me alcanzasen mis propias balas. Los otros se acercaron corriendo con mucha cautela y paralizados por el miedo.
Pensaban que me había encontrado con una patrulla alemana. Llegaron justo cuando se vació la recámara. Bajé de un salto cuando ya me habían visto. Olaf y John casi se caen de la risa que les entró. Lars se limitó a mirarme severamente. Sabía que de aquella ya no me iba a librar nunca, y desde aquel momento empezaron a hacerme bromas.
Después, entre las risas, oímos cómo se acercaba un avión poco a poco. Volvimos rápidamente a nuestras posiciones. Lars fue el primero que encendió la linterna. Teníamos que esperar a oír con claridad los motores para estar seguros de que era un avión inglés y no uno alemán. Ya podíamos distinguirlo. Pensé que Lars tendría sus razones para encender la luz, así que todos las encendimos. Las linternas emitían luz desde las cuatro esquinas del campo. El avión tenía que depositar el cargamento en el centro, donde convergían las cuatro luces.
Cuanto más lo escuchaba, menos me gustaba el ruido del avión. Sonaba... Sonaba como... Sí, estaba seguro. Retiré la luz rápidamente; después, lo hicieron Olaf y John. Finalmente, lo hizo Lars, pero ya era demasiado tarde. Era un avión de vigilancia alemán que volaba estruendosamente justo encima de nosotros. Estaba seguro de que habían visto las luces. ¿Qué podíamos hacer? Volverían y nos bombardearían o, si estaban de camino hacia una misión más importante, lo transmitirían a las patrullas de guerra para que vinieran a por nosotros. Pero tenía que venir un avión inglés y no podíamos marcharnos sin haber conseguido nuestro enlace.
De nuevo se hizo el silencio. Mientras esperaba en la oscuridad, empecé a preocuparme por Lars. ¡Qué error más estúpido! Quizá era nuevo e inexperto. El avión alemán no volvió y, por fin, después de un tiempo que se me hizo eterno volví a oír motores. Todos esperamos hasta que lo oímos claramente. Sí, era un avión inglés. Encendimos las linternas casi al mismo tiempo. El avión bajó planeando por encima de nosotros. Vimos dos paracaídas que se abrían y caían a tierra.
Después de apagar las luces fuimos a rastras al centro del prado y separamos las cuerdas del paracaídas de las cajas.
Medían medio metro de largo y algo menos de alto, y cada una pesaba cien kilos. Dejamos allí los paracaídas y empezamos a arrastrar las cajas hacia el camión, que estaba aparcado cerca de la carretera. Conseguimos meter dos cajas en el camión. De repente, Olaf susurró:
- ¡Mirad!
Al menos cuatro pares de luces avanzaban hacia nosotros.
- Al camión - ordenó, y se metió de un salto en el asiento del conductor, mientras nosotros subíamos al remolque.
Con las luces apagadas fuimos al centro del prado y nos detuvimos al lado de las cajas. Fueran o no patrullas alemanas, no nos podíamos permitir el lujo de abandonar aquellas armas. Olaf salió deprisa del camión para ayudarnos. Las metimos dentro como pudimos y nos pusimos junto a ellas de un brinco. Olaf, al volante, atravesó la pradera. Los demás íbamos agazapados entre las cajas, listos para disparar. Yo, como no tenía munición, estaba bastante intranquilo.
Los alemanes nos siguieron y abrieron fuego, pero estaban demasiado lejos para acertar.
Olaf se metió por un camino embarrado y pisó el acelerador. Estaba repleto de curvas y pasaba entre los árboles, de forma que no creo que los alemanes pudieran vernos. Ellos tenían la ventaja de que llevaban las luces puestas y de que sus camiones eran más rápidos, claro. Olaf se dirigió a otro prado. Había vivido en Roskilde y se conocía la zona como la palma de su mano. En un extremo del prado arrancamos en dirección opuesta por un camino con árboles a los lados. Fuimos marcha atrás con la esperanza de que nos persiguieran por allí. Dio un viraje rápido y salimos a otro prado. A mí me daba la impresión de que íbamos a acabar en la cuneta.
¡Plaf!
Estaba convencido de que yo lo había provocado con mi pensamiento. Casi salí despedido del camión. Miré y, efectivamente, estábamos en la cuneta. Salimos de un salto e intentamos empujar, pero todo fue en vano porque la zanja era demasiado profunda.
Se veía una luz de una granja no muy lejos.
- Vamos- dijo Olaf-. Allí nos ayudarán.
Me acerqué corriendo a la puerta y llamé. Un hombre, aún con el mono puesto y una pipa en la mano, me contestó.
Sonreí.
- ¡Hola! Siento muchísimo molestarle, señor- dije intentando parecer lo más tímido posible-. Mi novia y yo hemos venido por aquí buscando un poco de intimidad y... Bueno, nos hemos perdido. ¿Podría decirnos...?
El granjero, con actitud servicial, salió al porche.
Olaf le puso el fusil en la espalda.
- Lo siento- dijo-. No tenemos tiempo para descubrir si es usted un buen danés o no. Necesitamos ayuda. Prepare sus caballos. Tenemos que sacar nuestro camión de la cuneta.
Al pobre hombre se le cayó la pipa.
Nos llevó al granero y preparó los caballos con las manos temblorosas. Lars le ayudó. Estaba claro que se había criado en una granja. Llevaron los caballos hacia el camión en la oscuridad, los engancharon y empezaron a tirar. Poco a poco, con grandes efuerzos, el camión dio un salto y salió de la cuneta a tierra firme. Por desgracia, nos habíamos preocupado tanto por no quedarnos allí bloqueados que a ninguno se nos había ocurrido cerrar el remolque, de forma que, al ladearse el camión para salir de la zanja, se resbalaron las cajas y se estrellaron contra el suelo.
Olaf levantó los brazos desesperado.
- Lars, tú y yo vamos a meter esto en el camión- dijo-. Mientras tanto, vosotros dos- nos apuntó a John y a mí- llevad a ese buen hombre a su casa, atadle y metedle con los caballos. No podemos arriesgarnos a que diga a los alemanes dónde estamos.
- No, no, no lo diré- protestó.
Pero John y yo le llevamos a las cuadras y le atamos al lado de uno de los caballos para que no tuviera frío. Me dio pena, pero tenía que ser así. Nunca se sabía en quién podías confiar, y no debíamos poner en peligro al grupo sólo por ser amables con un campesino.
Cuando llegamos al camión, estaba cargado y listo para salir. Olaf siguió subiendo y bajando una hora más por los caminos. Parecía que habíamos perdido de vista la patrulla. Cubrimos los camiones con una lona y nos dirigimos a las afueras de Copenhague, a un viejo almacén abandonado. En unos minutos, el camión estaba descargado y fuimos hacia el garaje. Olaf abrió la puerta y entramos. Suspiré, sonreí, y cuando abría la boca para hablar, se encendieron todas las luces. Estábamos rodeados de soldados. Había fusiles apuntando por todas partes. No me cabía en la cabeza. Lo único que pensaba era: ¿Cómo? ¿Quién?
Pero después me dí cuenta que Lars había encendido las luces al avión alemán. Le miré. Él no estaba sorprendido. ¡Hijo de puta! Le habría matado, pero cuando iba a echar las manos al fusil, me acordé de que estaba vacío. Se me revolvió el estómago. No me había encontrado así desde la vez que subí a la montaña rusa. Fui a coger la pastilla de cianuro que llevaba siempre en el bolsillo, pero ya era demasiado tarde. Me estaban metiendo a empujones en un camión y tenía los brazos inmovilizados a la espalda. ¡Mierda, mierda!
Carol Matas, "Jesper"